Segundo Domingo de Adviento.
El itinerario del tiempo de Adviento está jalonado por algunas figuras, cada una de las cuales colorea ese itinerario de una manera propia. Se trata fundamentalmente de Isaías, Juan Bautista y María la madre de Jesús, quienes representan, respectivamente, la promesa, la prueba y la obediencia.
Isaías. El profeta mesiánico por excelencia representa el paso de la oscuridad a la luz, como puede leerse en Is 8,23: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz, habitaban tierra de sombre y una luz les brilló”. Juan Bautista, por su parte, ocupa el escenario de este domingo segundo, que nos traslada al desierto: “Una voz grita en el desierto” o, mejor, “una voz grita: preparad en el desierto un camino al Señor” [cf. Mt 3,3]. Más adelante, María, en el cuarto domingo, nos ofrecerá un ejemplo acabado de obediencia al plan de Dios.
El desierto es tiempo de prueba y de discernimiento. Es el lugar propio de la purificación. La primera lectura nos presenta un anticipo de la humanidad reconciliada: “lobo y cordero, pantera y cabrito” [cf. Is 11,6-8], no por una suerte de buenismo sino porque en medio hay un niño, no un niño cualquiera sino eco de aquel del que en un texto del mismo contexto se dice: “porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” [Is 9,5]. Es decir, el Mesías Niño.
Por otra parte, el desierto representa también una dimensión de sacrificio, de esfuerzo, de purificación. El Bautista representa todo eso, tanto en su modo de vivir [“Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre”] como en su mensaje [“todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego”].
También a nosotros se nos habla de austeridad [el ayuno es signo de ello] para vivir las cosas esenciales y centrar el corazón en el Señor, pues lo que llega por ese camino no es otra cosa. Cuando Juan anuncia que “está cerca el Reino de Dios” habría que entender mejor: “se está acercando Dios como rey y como Señor”. No es una esperanza cualquiera. Quien llega es Dios mismo, el Señor. El es nuestra esperanza. Él es la plenitud y meta del Adviento. Si él es el rey y señor, quedan invalidados otros señoríos y poderes del mundo.
En este adviento de 2025, en el contexto de Año jubilar de la esperanza, somos invitados a luchar contra aquellos poderes y alumbrar una presencia nueva, que nos exige desechar la superficialidad y vivir con hondura lo esencial.
JACINTO NÚÑEZ REGODÓN
DIOCESIS DE PLASENCIA



